EL ROSTRO DE VANESSA, Y SUS OJOS
Corría el mes de junio de 2016 y visitaba la ciudad de Milán por primera vez. Hacía muy poco que había acabado de escribir la novela expansiva 32 (El Libro que Quería Ser Cuaderno). Configuré el último cuarto del texto tras una interrupción en la escritura que duró meses: una vez el protagonista llegaba al punto donde comenzaba a escribir su tan postergado librito, un inconveniente en mi visión desembocó en un diagnóstico aterrador que amenazaba con convertir al argumento central de la novela en profecía auto-cumplida. No es que me haya extrañado la “coincidencia”, para nada. Pero necesité rearmarme tras el durísimo golpe que, según creo, llegó para que pudiese yo finalizar un proceso de cambios íntimos y personales muy profundos.
Así, ni bien hube acabado el texto (escribiendo ese demorado último cuarto de la historia, que se convirtió en mi favorito), partí hacia Milán con el objetivo de apersonarme en las oficinas centrales de la empresa Moleskine, la de los famosos cuadernos. Viajé desde Barcelona sin siquiera tomar el recaudo de obtener cita para una entrevista: tras el trompazo del diagnóstico (y algunas patadas recibidas mientras todavía me hallaba en el piso, sin aire), mi natural entusiasmo infantil volvía a asomar su hermosa y abultada cabellera llena de rulos.
Milán, perfectamente afinada, me recibió en la mirada de Vanessa, una colombiana en cuya cabellera no me costó ni un segundo reconocerme. Su hospitalario y generoso corazón latinoamericano me dio un lugar en su casa donde pasar mi primera noche milanesa. Pero antes, durante las horas del día, caminamos sin cesar y sin mucho sentido de la orientación geográfica: estábamos persiguiendo cosas mucho más abstractas y trascendentes que un entramado de calles y bulevares. Pretendíamos algo inasible: lo inescapable.
Para cuando sobre la planicie de alquitrán de una acera cualquiera me mostró las constelaciones que algunas personas hacían trazando con tiza blanca rayas que unían estrellas de chicles mascados, escupidos y aplastados, supe yo que la comprobación de la existencia de espíritus afines me acababa de insuflar toda la energía que necesitaba para llevar adelante el proyecto que me había llevado hasta Milán, además de toda cosa que anidara en mi piel de descamación infinita.
Cuando visitamos su iglesia favorita y mientras me mostraba pequeños detalles que le fascinaban, salió de nuestras bocas el nombre de Fernando Vallejo. Me contó entonces de cuando vivía en el DF y se lo encontró una noche paseando a su perra. Se me antojaba difícil reclamar más magia a la tómbola de mi primeros días lombardos.
Dormí esa noche en el sillón de su sala de estar, entre algún maniquí, dibujos, moldes y una máquina de coser. Por la mañana, ella salió temprano pues estaba trabajando en su tesis: vivía allí desde hacía un tiempo en pos de su doctorado en la rama del diseño que define a la ciudad de Milán. Cuando desperté, y antes de salir, no dudé ni un segundo en arrancar una página de mi Moleskine para dejarle en ella un mensaje escrito. Se trataba del cuaderno donde el niño protagonista de 32 (El Libro que Quería Ser Cuaderno), ya adulto, se aventuraba a escribir su librito. Quiero decir: yo había escrito su historia en ese cuaderno, aunque -en verdad- ese cuaderno había surgido de la historia que yo escribía en él. A esa altura, sabía muy bien yo que no existían fronteras que dividieran lo de por sí indivisible. La ficción y la realidad no eran más que dos palabras que referían, de manera imprecisa y torpe, a una misma y única experiencia. Y lo mismo podía decirse respecto del sueño y de la vigilia, del amor y del odio… De la vida y de la muerte. Había entendido yo, durante el proceso creativo que (me) atravesaba, que ningún parámetro de esos que se empeñan en imponernos hace sentido.
El asunto es que yo cuidaba de ese cuaderno como si fuese la piedra roseta de vaya a saber qué maravillas: como el niño de la historia temía que el acabar de escribir la suya propia (es decir, el completar su cuaderno) significase su propio final (la muerte), sabía yo que nunca -pero nunca- ese Moleskine podía dejar de tener alguna página en blanco. Pero los rutilantes ojos de Vanessa -prueba irrefutable de la eternidad de la luz- me habían transfundido una dosis de su inagotable reserva vital. Así, sintiéndome inmortal por un instante, arranqué -con las manos del niño- una página de ese Moleskine que no sabe de fronteras, y escribí en ella un mensaje dirigido al alma de la providencial mujer bogotana que acababa de conocer. ¡Qué milagro tan maravillosamente pagano que nuestros caminos se hubiesen cruzado en la inextricable sumatoria del discurrir!
Busqué entonces el lugar indicado donde dejar el escrito antes de salir de su casa en dirección a mi próxima pequeña peripecia. No fue difícil descubrirlo: apoyé la esquela sobre la máquina de coser, centrando la página justo debajo de donde la aguja -eventualmente enhebrada con hilo azul, verde o rojo- repicaría algunas puntadas. Así, mi humilde ofrenda extirpada al Moleskine quedó apoyada sobre la placa de la aguja, unos pocos milímetros debajo del pie prensatelas. Vanessa sabría muy bien dónde (y cuándo) el mensaje se convertiría en pitucón (nunca en remiendo).
EL ROSTRO DE KATIA Y EL NIÑO SINVERGÜENZA
Un par de días más trade, ya lunes, me apersoné en las oficinas de Moleskine. 13 de junio, cantaba el almanaque sobre el mostrador de recepción. Con todo el italiano que me fue posible, le dije a la mujer allí presente que necesitaba hablar con alguien de la organización. Le expliqué brevemente lo inexplicable de mi presencia, le dije del libro: ese libro que debía ser un Moleskine, pues no era un libro sino un cuaderno.
Minutos más tarde y desconcertada, apareció una mujer joven que maduraba hacia los treinta. Me extendió su sonrisa y me largué a hablar como un niño. Era el niño del libro (que no es un libro) quien le hablaba. Quien le explicaba de sus viajes en tren al Hospital Argerich y de su precoz deseo literario. Le dijo de sus miedos, le contó que nunca se había animado a cumplir su deseo pero que, al parecer y sin saber cómo, había estado trabajando en ello. Él o alguien más, daba lo mismo. El asunto es que estábamos ahí (alternaba el niño el singular y el plural en el uso de la primera persona, como si fuésemos muchos niños los allí presentes, o uno solo) porque el libro -su libro- en verdad era un cuaderno. Un Moleskine. Y queríamos que nos ayudasen a que así fuera, también en el mundo de la materia.
El niño, toda vez que quería y sin saber cómo, se convertía en un encantador de serpientes. Katia estaba fascinada y le dijo que se quedara tranquilo, que no le iba a pasar nada: presentaría el caso en la siguiente reunión de creativos de la empresa, para así considerar la posibilidad de que el libro en cuestión (ese libro que quería ser cuaderno) fuese un Moleskine hecho y derecho.
Pero las ideas -descamaciones de un psoriásico-, cuando están vivas, mutan sin cesar. Y siendo siempre una sola (todas una y la misma: la fertilidad), corren como el fluir de Heráclito. Fue así que el niño y yo visitamos a Katia dos veces más (sin avisarle que lo haríamos, pues Katia había ya descubierto que todos vivíamos adentro del libro -que no era un libro-). Durante la última visita le dijimos que habíamos dado con una ocurrencia que estaba destinada a navegar sin destino cierto (nuestro destino favorito): los libros -una vez impresos- no serían libros, pues ellos mismos lo confesarían en su última página. El libro, en verdad, serían 32 cuadernos. Moleskine, claro: iguales a ese donde el niño -grandulón- había osado escribir su historia.
Así fue que Katia nos regaló y entregó en mano 32 cuadernos Moleskine: ¡pesaban un montonazo! Pero nos fuimos felices, como borrachos, zigzagueando por Viale Piceno, tirándonos con los cuadernos que eventualmente serían libros y que ahora, en el aire, se transformaban en almohadas. Allí, entre todos (nunca sabíamos bien a qué nos referíamos cuando decíamos “todos”, pero nos encantaba decirlo una y otra vez), escribiríamos el libro. Copiaríamos el libro completo 32 veces, a mano. Llenaríamos los cuadernos con garabatos y, en esos trazos, se hallaría cifrado el incierto recorrido de todos y cada uno. “¡Todos, todos!”, gritábamos ahogados en carcajadas y haciendo malabares con Moleskines de pluma.
El asunto es que la otra noche, mientras dormíamos (nos gusta hablar en los sueños, es más tranquilo), le conté al niño sinvergüenza del mensaje que le había dejado esa vez a Vanessa. Le conté de la hoja que le había arrancado al Moleskine. A su Moleskine. Tuve un poco de temor al confesárselo: no quería asustarlo. Pero el temor se nos escurrió entre los dedos, como si fuese un poco de arena. Los ojos del niño se iluminaron (¡se pusieron iguales a los de Vanessa!). “¡Hay que arrancar 31 hojas más!” gritó, mientras -de inmediato- tapó su boca para proseguir en un susurro que no despertase a nadie: “Tenemos que escribir una carta para incluirla en cada uno de los 32 libros de la edición especial, un mensaje escrito a mano sobre una página del cuaderno”. “¿Por qué 31 hojas si los ejemplares de la edición especial son 32?”, le pregunté. “Porque la carta del ejemplar de Vanessa la tenemos que escribir en la esquela que ya le diste, esa que le dejaste sobre la máquina de coser: escribiremos su carta en ella, en el reverso del mensaje, delante suyo, juntos”, respondió. “¿Y vos cómo sabés que…? ¿Cómo sabés si Vanessa pidió un ejemplar de la edición especial?”, le dije. Y comenzamos a reírnos a carcajadas, casi antes de que pudiera terminar de preguntarle.