Un niño de seis años viaja periódicamente en tren –acompañado por su madre- para hacerse atender en el Hospital Argerich de la ciudad de Buenos Aires. El viaje de ida transcurre de madrugada, cuando todavía es de noche; el regreso sucede de día, a media mañana. Son dos mundos diferentes los que observa el niño durante las travesías y ambos le resultan igualmente fascinantes. Imagina al tren como una especie de gusano narrativo al cual –en cada estación- se suben y bajan personas cuyas historias se retoman y dejan en reposo alternativamente. Advierte un día el niño que él mismo encarna una de las innumerables historias que el tren lleva consigo. Es de este descubrimiento que le nace un deseo precoz: escribir su propio cuento, su librito.
Mientras el deseo se le intensifica en una obsesión de infancia, también le surge un temor. Este miedo no es ni más ni menos que su primera aproximación a la idea de finitud, pues toda historia implica un final. Intuye así a la muerte como una metáfora del final de toda historia (y viceversa). El niño, de imaginación abundante gracias al desarrollo de un frondoso mundo interior en el que halló refugio a la soledad que le provocaban sus problemas de salud, suele jugar con números e intuitivas nociones de geometría. El 32, su número favorito, queda enigmáticamente asociado al temor que subyace al cumplimiento de su deseo de narrador. Desde entonces, el deseo y el temor no lo abandonarán jamás.
En un primer momento, su miedo queda naturalmente neutralizado por la imposibilidad material de escribir la historia: le faltan las palabras, pues apenas ha comenzado la escuela primaria y recién está aprendiendo a escribir. Sin embargo, en la vida del niño siempre están presentes los cuadernos –que él adora-, tanto escolares como de juegos –que él mismo inventa-. Allí, de alguna manera y aún a falta de palabras suficientes, ya está escribiendo su librito en un cifrado lúdico.
«32 (El Libro que Quería ser Cuaderno)» narra la historia de este niño a partir de diferentes episodios de su vida, desde la niñez a la adultez (allí cuando el deseo del libro le resulta impostergable y lo asume). A partir del momento en el que un amigo suyo le regala un Moleskine (con la secreta intención de que finalmente cumpliera el anhelo de la escritura), este anotador no lo abandonará jamás pues encarna a todos los cuadernos de su vida, convirtiéndose de este modo en la puerta secreta que tanto había buscado y temido: una que divide la realidad de la fantasía, el sueño de la vigilia, la vida de la muerte.
Es en ese Moleskine donde, finalmente, el protagonista ensayará el cumplimiento del viejo deseo de infancia. Metáfora del tren que lo llevaba al hospital cuando niño, el cuaderno acunará su propio relato. En esas páginas el narrador se enfrentará a las adversidades de su propia historia: las derivadas del padecimiento físico y las que le presenta un mundo que pareciera no haber sido diseñado para el cumplimiento de su sueño de libertad.