INSTALACIÓN DE ANGUSTIA LITERARIA: 32 LIBROS ABANDONADOS EN 32 AEROPUERTOS

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No iba a ser un día sencillo, por más que estuviese haciendo lo que hace rato me había propuesto: irme de donde estaba viviendo. Así, la jornada comenzó con la entrega de la vivienda a su dueño y el inevitable encuentro con un tipo abominable. Pero se trataba de los últimos instantes de interacción, y eso era un poroto para los que se la pasan perdiendo partidas. 

Taxi mediante, llegué a la estación de autobuses de Llanes: a la una y cuarto de la tarde partiría de allí un autobús hacia el aeropuerto de Santander. El viaje duraría una hora y cincuenta minutos. Las paradas previas a la que me correspondía: Unquera, San Vicente de la Barquera, Cabezón de la Sal y Torrelavega. 

El viaje transcurrió sin más inquietudes que el volumen infernal de los parlantes a través de los cuales el chófer anunciaba cada una de las paradas, y mi preocupación por llevar encima un óleo sobre tela que un viejx amigx me hubo enviado por correo postal y transoceánico a mi última morada, esa que felizmente acababa de dejar para siempre.

Ya en el aeropuerto, tomé café con unas galletas y nueces. Faltaban cuatro horas para que saliera el vuelo que me llevaría a Barcelona. Eso es mucha espera, aunque nada en relación a la totalidad de la misma: la vida. 

Un rato más tarde, me dispuse a sortear el control de seguridad antes de que se llenara de gente debido a la inminencia de la salida de alguno de los pocos vuelos que opera el pequeño aeropuerto de la pudiente ciudad de Santander (pudiente la ciudad: está llena de pobres que viven como todos, infelizmente engañados). Uno de los agentes de seguridad observó que llevaba “demasiado” equipaje de mano: la pintura, protegida convenientemente dentro de una caja, hacía mucho bulto sumada a la valija con rueditas y la mochila en mis hombros. La situación me angustiaba, doblemente. Y digo doblemente porque una de las angustias más grandes que experimento es el paso por los aeropuertos. Es ahí donde la espera adquiere una entidad de vacío, allí es donde se materializa una intuición de muerte sin resolución. A semejante emoción, le sumaba mis bártulos y la preocupación que me imponía uno de ellos en particular. El cuadro. El temor a que el bastidor se rompiese o que la tensión de la tela se modificara, funcionaban como perfectos augurios de infelicidad.

Sabiendo que no me dejarían abordar el avión con el cuadro en la caja que lo protegía, ya que su dimensión excedía largamente (?) la permitida, me dispuse varias veces a sacarlo de allí para colocarlo en una bolsa que había llevado a tal fin. Pero una y otra vez me frenaba justo a punto de desembalarlo. 

Fue en medio de uno de esos intentos fallidos, durante los cuales movía algunas cosas de la valija a la mochila o de la mochila a la valija, que me acometió la ocurrencia: abandonar el ejemplar de “32 (El Libro que Quería Ser Cuaderno)” que llevaba conmigo. Abandonarlo con un propósito: la búsqueda de un lector. Una persona con la que la historia allí narrada hiciera contacto, justo justo en el lugar más dolorosamente adecuado. El azar del abandono, la noción de muerte. Que en los aeropuertos se multiplica exponencialmente. Todo era una imagen borrosa que definía perfectamente a la ocurrencia como una brevísima iluminación. Como cada vez que me suceden estas cosas (allí cuando olvido que la muerte existe; como cuando uno se enamora, si tiene esa suerte con destino de desgracia), o sea, cuando juego como un niño y nada más, la idea se desnudó de manera deslumbrante. Imaginaba a los lectores, todos tan diferentes, haciendo contacto con el libro en un aeropuerto cualquiera. ¡Si allí estaban, todos ellos en pelota, ante mis flamígeros ojos! Más tarde, al desvanecerse, lo leerían. Y la historia se haría una vez más expansiva en esas azarosas cabezas que eventualmente darían cuenta de por qué resultaba tan brutal haber hecho contacto con el libro de ese modo y en ese sitio. Así, esos seres continuarían escribiendo la novela, que por algo se enrola en el género expansivo. Ese género de un sólo libro, pues finalmente llegará el día en que el mismo todo lo abarque. 

Tembloroso, agarré la birome que llevaba en la mochila y me dispuse a improvisar un mensaje en la página inicial, allí donde está impreso el título. “¡Atención!”, escribí. Y me largué a garabatear como si de llorar se tratase. Noté mis trazos de amor, de locura y de muerte. Incontrolables, desesperados sin nombre. “¿Llegaré a visitar treinta y un aeropuertos más antes de que mi espera madre acabe?”, sobrevino la pregunta en mi cabeza, afiebrada de mala letra. “¡Qué carajo me importa!”, alguno respondió allí dentro, alguien que nunca soy yo. Se complete o no la faena (como todo lo demás), el concepto ya se había erigido: el autor abandonaría 32 ejemplares de “su” novela expansiva “32 (El Libro que Quería Ser Cuaderno)” en 32 aeropuertos diferentes. Cada uno de esos libros llevaría una nota manuscrita única, pues todas serían espetadas in-situ, por dos manos temblorosas que jamás serían las mismas.

Y escribí mi nombre.

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