Hoy amaneció un día tan brumoso que casi no se veían los pinos que hay a cincuenta metros de mi ventana. Era como si el mundo allá afuera me hubiera abandonado. O como si mi amanecer hubiese abandonado al mundo.
El mediodía dio paso a un almuerzo frío como este invierno. A pesar de ello, el dueño de casa no sube el termostato a temperaturas dóciles. Al menos no el que mide los radiadores de mi departamento, controles que han sido anulados de mi zona de influencia. Los maneja él, desde la calidez de su sector de la casa.
Hay una cosa que observé en el funcionamiento de gran parte de las viviendas que hube ocupado a partir de la plataforma de internet llamada Airbnb: la idea de propiedad privada ha resultado devastadora para la psiquis de una enorme mayoría de la gente. Aún alquilando una parte de la propia casa, siguen sintiéndose amos y señores del infinitesimal reino. Uno está viviendo en “sus lugares” como consecuencia de una dádiva más de parte de su alucinado altruismo.
Casi invariablemente, el equipamiento de las casas que alquilan consiste en una serie de objetos que han desechado de sus vidas. Y el respeto por el espacio alquilado a otro (y el respeto hacia la persona de ese otro) resulta, al final del día, casi nulo. Ruidos e intromisiones de la más variada colección no dejan de tronar y suceder. No importa que uno plantee una queja en extremo civilizada, o que un día pierda la paciencia y salga a las puteadas: como niños, corregirán su conducta inadecuada por dos o tres días; y volverán a la carga con sus descortesías a la mañana siguiente.
Tras el almuerzo, la ventana deja ver la ruta provincial que corre allá al fondo, a unos trescientos o cuatrocientos metros. Qué más da una cuadra más o menos de esta tierra arrasada. El anonimato de coches a escala lúdica marca un pulso irregular, una arritmia de indiferencia. Pronto, tendré que abandonar esta casa. Extrañaré a los gatos salvajes de campo que un día se acercaron para no partir jamás. Pero nada más. A pesar de la incertidumbre respecto de mi nueva morada, inopia profundizada por el simple hecho de no contar con un empleo ni con papeles que avalen una legalidad siempre apócrifa.
En este contexto, recordé el libro. El que quería ser cuaderno, el de la novela que se expande. Indefinidamente. Y aquí estoy, para que sepan que no existe abandono posible de esta cosa que ya somos todos (sepámoslo o no).
Hace 48 días comencé a escribir un “nuevo libro”. Me propuse espetar sus palabras finales el día 28 de febrero próximo. Y así será. Pero el “nuevo libro” no es más que parte integral de este mismo, el que da título a esta página web. “¿Por qué mezclás todo?”, me dijo alguien alguna vez en tono de reproche. En silencio me respondí, como si el inquisidor hubiese sido yo mismo: “¿Pero acaso existe alguna cosa separada del todo?” No confío en la gente que no lo “mezcla todo”. Son mezquinos. Dejan el termostato del inquilino en temperaturas infra-humanas. Zapatean sobre tu techo a partir de las siete de la mañana. Luego, actuarán las mejores intenciones. Todo en el nombre de su naturaleza comunitaria. El número vil sigue rigiendo al mundo y las facturas se reparten con periodicidad de conjuro.
Apilé la poca vajilla utilizada entre el desayuno y el almuerzo y la dejé esperando. La lavaré tras la cena, junto a todo lo demás que se acumule. Tampoco abandonaré la vajilla. Pero evitar por un rato más la acción del agua y el detergente sobre mis manos me vendrá bien. Tengo una hinchazón recurrente en la mano derecha, desde que comencé a escribir el “nuevo libro”. Me relajé cuando supuse que se trataba de la vieja artritis en un ataque intempestivo. Me preocupé ante la posibilidad de que la inflamación se deba a unos forúnculos que desde hace años aparecen y desaparecen alternativamente de la superficie de mi epidermis. Hace dos años pende sobre mi cabeza una espada que potencia de manera exponencial las lecturas posibles de estas protuberancias intermitentes. Pero qué le voy a hacer, yo que lo mezclo todo.
Entonces, me puse a barrer. Barrer, básicamente, significa barrerme. Levantar “la caspita” que voy desperdigando a mi paso sobre el planeta. Excentricidades de psoriásico. Últimamente, el detritus de mi epidermis resulta finísimo. Por lo delgado. Casi oro blanco en polvo. Al arrastrar el botín con un escobillón y arrinconarlo contra la palita, pensé en los dueños de casa limpiando el departamento una vez me haya retirado del mismo. Los figuré fastidiados por mi -para ellos- falta de pulcritud. Por mi falta de respeto hacia su propiedad privada. Dueños, amos y señores del mundo, en fragmentos microscópicos. Ese polvillo, que permanecerá de cualquier modo aunque me retirara literalmete barriendo mientras practico moon-walking hacia la puerta de salida, es mi garantía post-contractual: nunca los abandonaré. Seré una maldición parmesana, rallada gracias a los esotéricos efectos del correr de los instantes. Los míos. Mi propiedad privada. Nunca se librarán de mí.
32 (El Libro que Quería Ser Cuaderno) sigue su curso. Como habrás notado durante el falso abandono. Es una descamación que no cesa ni puede terminar de ser barrida. Es esa última partícula de polvo imposible de montarse a la palita. No importa que lo sigas intentando. Es la psoriasis de otro, esa propiedad privada que no te reconoce ajeno. Ni limpio. Es la costra de tus sueños-pesadilla.
(Pronto, se activarán las actividades colectivas aquí planteadas; también se informarán los detalles del “nuevo libro”; gracias por leer)