ACTO DE PRESENTACIÓN (Textuales 4)

silla

 

El siguiente texto describe el acto de presentación de la novela expansiva «32 (El Libro que Quería Ser Cuaderno)».

 

(Se ruega compartir el siguiente acto bajo una consigna de silencio)

Total oscuridad.

(1) El sonido de fricción precede a una llama pequeña: un hombre llamado Germán enciende un fósforo y prende una vela. La misma está colocada en el centro de una mesa pequeña, como de bar, de madera oscura. El hombre se saca el sombrero que lleva puesto y lo coloca sobre la mesa, a la derecha de la vela. Guarda los fósforos en el bolsillo del tapado negro que lleva puesto. La sala, a la penumbra de la vela, en total silencio. El hombre arrima la única silla contra la pequeña mesa (una silla de estilo Luis XVI de madera de un tostado claro y cálido, con asiento tapizado en pana de color verde esmeralda) y se para a la izquierda de la misma (del lado opuesto al del sombrero). Permanece allí de pie, quieto, por dieciséis segundos. Transcurrido este tiempo canta una plegaria:

«Oh, Time: do as I wish, Time: do as I wish…» 

Lo repite dieciséis veces y luego desemboca, elevando levemente la nota en que la plegaria fue cantada, en un final:

«Do as I wish…»

Silencio. El hombre queda quieto como antes de la plegaria, por dieciséis segundos. (2) Transcurrido este tiempo, cierra los ojos y se ilumina a un hombre llamado Marcelo, quien se encuentra de pie al fondo de la sala (que permanece a oscuras). Marcelo, bajo un haz de luz, lee:

«… ‘Usted no puede darse el lujo de perder siquiera veinte días…’ El terror hizo que comenzara a observar únicamente detalles: los dientes blancos y parejos del médico más joven, una rueda de la silla donde los galenos se sentaban para observar a los pacientes con el microscopio. Los tres médicos se comportan profesionalmente, pero yo no puedo dejar de percibir el lado que ocultan, que controlan, que reprimen: el humano. Los veo desnudos en su humanidad, percibo sus infancias latentes en cada doblez de sus severos atuendos. El médico más joven conserva rizos de otros tiempos. Un brillo de precoz picardía persiste en la competente mirada de la doctora. Ahí nadie estaba haciendo lo deseable. Todos los abrazos quedaron truncos. Todas las lágrimas, secas.»

Se apaga la luz que ilumina a Marcelo. (3) Germán, ahora parado del lado derecho de la mesa (el sombrero se encuentra ahora apoyado sobre la mesa a la izquierda de la vela), canta a capela el tango Una Canción, de Aníbal Troilo y Cátulo Castillo:

«La copa del alcohol hasta el final
Y en el final tu niebla, bodegón
Monótono y fatal
Me envuelve el acordeón
Con un vapor de tango que hace mal
¡A ver, mujer!
Repite tu canción
Con esa voz gangosa de metal
Que tiene olor a ron
Tu bata de percal
Y tiene gusto a miel
Tu corazón

Una canción
Que me mate la tristeza
Que me duerma, que me aturda
Y en el frío de esta mesa
Vos y yo, los dos en curda
Los dos en curda
Y en la pena sensiblera que me da la borrachera
Yo te pido, cariñito
Que me cantes como antes
Despacito, despacito
Tu canción una vez más

La dura desventura de los dos
Nos lleva al mismo rumbo, siempre igual
Y es loco vendaval
El viento de tu voz
Que silba la tortura del final
¡A ver, mujer!
Un poco más de ron
Y ciérrate la bata de percal
Que hoy vi tu corazón
Desnudo en el cristal
Temblando al escuchar esa canción

Una canción
Que me mate la tristeza
Que me duerma, que me aturda
Y en el frío de esta mesa
Vos y yo, los dos en curda
Los dos en curda
Y en la pena sensiblera que me da la borrachera
Yo te pido, cariñito
Que me cantes como antes
Despacito, despacito
Tu canción una vez más»

 

(4) Un haz de luz vuelve a iluminar a Marcelo, parado ahora en el costado derecho de la sala. Lee:

«En la oscuridad, las yemas de los dedos se transformaban en ojos ciegos: muy suavemente ejercían una especie de caricia exploratoria sobre la piel, en la parte inferior de la pierna erguida. Tacto de asperezas. Cartografía psoriásica. 

Una vez reconocido el terreno, los dedos volvían con memoria braille hacia la costra que se hubiese revelado más promisoria. Por lo general resultaba ser la que tenía sus bordes más pronunciados gracias a que la línea demarcatoria de la frontera que la separaba de las circundantes resultaba más ancha.

Sujetando con suavidad uno de esos bordes con las yemas de los dedos índice y pulgar, comenzaba la delicada tarea de despegar del cuerpo ese islote epidérmico de crecimiento exacerbado. Un psoriásico avezado experimenta un disfrute tan enorme como intransferible en el desarrollo de esta obscena tarea que acontece bajo la piedad del manto nocturno y en la mas íntima oscuridad del dormitorio.

Comenzaba así a despegar con sumo cuidado la porción de piel que había sido seleccionada, porque uno de los placeres más grandes del métier reside en que la costra que se está arrancando resulte ser -una vez desprendida del cuerpo- lo más extensa posible. Es como arrancarle una hoja al cuaderno: se intenta hacerlo de forma tal que no queden señales de que allí, alguna vez, estuvo la página extirpada. Se procura que en el tronco del cuaderno no quede vestigio de la hoja descuajada.

La actividad, como todo, encierra sus riesgos: el cutis arrancado contiene una serie de puntos que ofician de raíces profundamente arraigadas al cuerpo. Dichos sectores, una vez arrancada la pústula, dejan en el cuerpo minúsculos cráteres donde la carne está más viva: el contacto de esas pequeñas fauces con el aire enciende un picor que crece exponencialmente cuando uno se rasca en busca de un poco de alivio. Ahí es cuando el psoriásico sale inevitablemente del placer exploratorio en una compulsión irrefrenable, perdido en la urgencia de satisfacer una súbita e inagotable demanda emotiva y sensorial.

En esos momentos, harto ya de rascarme y habiéndome hecho sangre, me levantaba de la cama, salía del cuarto y, tras cruzar el patio, me dirigía a la cocina: en la puerta de la heladera, sobre el estante superior, había un frasco de Benadryl.

Desenroscaba su cortante tapita de latón desnudando así su azucarado pico; lo besaba con sed verdadera y tragaba un par de sorbos. Enroscaba la tapa entre escalofríos orgásmicos, devolvía el frasco a su sitio y regresaba a la pieza para retomar la contemplativa posición boca arriba en la oscuridad. 

Habiendo concluido la secreta misión de arrancarme la piel, amontonaba con una mano todo ese oro translúcido que -aún extirpado- nunca dejaría de pertenecerme. Lo mensuraba de acuerdo a una unidad de medida inconcebible. Levantaba entre los dedos las pequeñas islas, penínsulas, cabos, deltas y estrechos, los fiordos e istmos, continentes, mares y marismas cosechadas esa noche. Las levantaba un par de centímetros y las dejaba caer suavemente sobre la cama, una y otra vez, como un avaro que juguetea con las monedas de plata entres sus yemas por el simple placer de oír el tintineo.»

Se apaga la luz que iluminaba a Marcelo. (5) Se enciende otra que alumbra a un hombre de nombre Ernesto. Sostiene una guitarra que apoya sobre su pierna izquierda: tiene el pie apoyado sobre la silla (que ya no está más arrimada a la mesa sino que se encuentra uno centímetros separada de la misma, y al costado derecho). Ernesto se puso el sombrero que anteriormente estaba sobre la mesa. Germán, parado del lado izquierdo de la misma, permanece sin iluminación propia: se lo ve en la penumbra, gracias a la vela (siempre encendida) y, en esta oportunidad, al reflejo que da la luz que cae sobre Ernesto. Ambos interpretan la canción «Sangre», de Palo Pandolfo:

«Sangre poca, pobre y tonta
Sangre cara, sucia y tonta
Sangre lenta, fácil, tonta
Sangre quieta, dura y tonta
Sangre, sangre… 
La sangre va, lamiendo va 
La sangre para el viento y va
La sangre para suavemente al tiempo
y va sintiendo el pensamiento
Chupa sangre
Toma sangre
Ama sangre
Buena sangre
Sin pecados, sangre 
Sin aliados, sangre
Robótica sangre
Musical sangre
Matemática, sangre sangre sangre

Sangre poca, pobre y tonta
Sangre cara, sucia y tonta
Sangre quieta, fácil, tonta
Sangre lenta, dura y tonta
La sangre va, lamiendo va 
La sangre para el viento y va
La sangre para suavemente al tiempo
y va sintiendo el pensamiento
Chupa sangre
Toma sangre
Ama sangre
Buena sangre
Sin pecados, sangre 
Sin aliados,  sangre
Robótica sangre
Musical sangre
Matemática 
Sangre»

Se apaga la luz que iluminaba a Ernesto. (6) Se enciende otra que ilumina a una mujer llamada Irina, parada al costado izquierdo de la sala. Lee Irina:

«Llegué a la playa en el preciso instante en que la noche comienza a desteñirse. El cielo, ya apagado de estrellas, tiznaba su propio lienzo con comedimiento de santo. Una barroca superposición de nubes oficiaba del más completo muestrario de la inacabable variedad de cúmulos. El sol, todavía debajo de la línea del horizonte -escalando-, anunciaba su inminente aparición: la luz dibujaba el movimiento del mar, dulce de agitación. La presencia de una buena cantidad de nimbo-estratos volando bajo y las ráfagas impetuosas del viento anunciaban una tormenta. Las gaviotas, en la solitaria magnificencia de la aurora, parecían más libres que nunca.

Subido a una de las aun cerradas casillas de los guardavidas, sentado de cara al mar con mis piernas colgando del vacío, respiré hondo y retuve el aire en mis pulmones, todo lo que pude. La majestuosidad de un ave descansó sobre la baranda de madera a pocos centímetros de donde me encontraba: mi presencia en el lugar, de tan orgánica, lindaba con la ausencia. Era la primera vez que una gaviota me miraba de frente. Sostuve sus pequeños ojos en los míos: de tan oscuros, rezumaban un verdor veronés. Pensé en el alma y el ave lanzó la estridencia de un llamado, desplegó sus alas y se difuminó en la espesura de la vastedad. Unido a su vuelo, agarré la medallita de la virgen de la Natividad del Señor que llevaba conmigo desde la bendición del Padre Ignacio, cerré mi puño izquierdo con fuerza y recé con fanales ciegos en la bravura del alboreo.»

Se apaga la luz que iluminaba a Irina (7), solo la vela que permanece sobre la mesa -siempre encendida-  ilumina la sala (el sombrero desapareció con Ernesto: no está más en la mesa). Germán ahora está sentado en la silla, de frente a la vela. Aparece un hombre llamado Seba y se para del lado derecho de la mesa. Empuña una guitarra. Del lado izquierdo de la mesa aparece el hombre llamado Ernesto (sin el sombrero que usó al ejecutar la canción Sangre). Seba toca la guitarra y canta, Ernesto toca la armónica. Germán permanece en silencio, con los ojos perdidos en la luz de la vela. Interpretan la canción «Heart of Gold», de Neil Young:

«I want to live
I want to give
I’ve been a miner for a heart of gold
It’s these expressions
I never give
That keep me searching for a heart of gold
And I’m getting old
Keep me searching for a heart of gold
And I’m getting old

I’ve been to Hollywood
I’ve been to Redwood
I crossed the ocean for a heart of gold
I’ve been in my mind
It’s such a fine line
That keeps me searching for a heart of gold
And I’m getting old
Keeps me searching for a heart of gold
And I’m getting old

Keep me searching for a heart of gold
You keep me searching and I’m growing old
Keep me searching for a heart of gold
I’ve been a miner for a heart of gold»

Se apagan las luces que se derramaban sobre Seba y Ernesto, que se retiran. (8) Se enciende una luz que ilumina a Irina, ahora sentada entre la gente, en el centro de la sala. Se pone de pie y lee:

«Me recosté boca arriba y, tras contemplar unos instantes la perfecta geometría de luz proyectada por las ventanas, cerré los ojos. Respiré profundo en un intento de inhalar toda la libido que allí yacía, ingrávida. El olor pareció destapar todas mis tuberías y destrabar cada una de mis reumáticas articulaciones. Finalmente, me condujo al sueño.

Al abrir los ojos reconocí un alargamiento en la geometría de luz dibujada en la pared. Me levanté como lo hace un sonámbulo, suspendido en la naturalidad de lo onírico. Supuse una hora incierta durante la cual no es de noche ni de día, allí cuando todo es distante e inminente. Tomé el Moleskine y una birome,  luego caminé con sigilo para que mis pasos no fuesen divulgados. Atravesé el sótano, contemplando el desparpajo con que se desparraman la belleza auténtica y el hedonismo en el que perdura. 

La casa permanecía en silencio, tan bella como la había dejado quién sabe cuántos instantes, minutos, horas, días o edades atrás. Tomé un vaso que estaba sobre la mesada de la cocina, lo puse debajo de la canilla y abrí el grifo hasta llenarlo. Me senté a la mesa de la cocina. Todo era quietud y extraña luminiscencia. 

Abrí el anotador y comencé a contemplarlo bajo la extraña luminosidad: parecía nuevo. No en el sentido de que no estuviese escrito (o usado), sino todo lo contrario: lucía completo. Cada espacio libre dejado por la escritura aparecía ocupado por garabatos, arabescos que se entrelazaban dando lugar a una espesa e inextricable profusión geométrica. Tuve la certeza de que yo no había sido el autor de todo eso, aunque nunca estoy seguro de absolutamente nada.

Sentí el desplazamiento de un sonido que venía desde el living. Saqué la vista del cuaderno y observé la forma del sillón que me daba su espalda. En el fondo, la brisa movía la cortina translúcida permitiendo adivinar el contorno del porche. Sentí un profundo deseo de que todo continuara exactamente así, para siempre. Que nunca más se produjese el más mínimo cambio que alterase lo sublime del color, luminosidad y quietud de ese instante. Ansias de vivir eternamente sobre el filo que divide el caos del orden, la luz de la oscuridad, el placer del dolor, el deseo de la desazón.

Volví la mirada al cuaderno y mordí suavemente el capuchón de la birome. De súbito, vi una criatura de belleza impronunciable emergiendo de entre el revoltijo de mantas que cubría el sillón. Desperezaba su deslumbrante figura sobre el magnífico fondo de luminosidad mortecina. Se soltó el cabello de color incierto liberando así a todas las sombras. Sus ojos brillaron con una opacidad corta-aliento. Su boca de delgados labios se hallaba ligeramente abierta, invitando a una exquisita oquedad. Sus hombros se abrieron como abismos y la ropa que llevaba puesta se soltó en un movimiento dionisíaco.

Mis manos, nubladas de belleza, se aferraron al anotador como si fuese la muerte. Ella recogió un harapo que, anudado a su esbelto cogote, se transformó en un superbe foulard. Pasó  por detrás de mí y apreté el cuaderno con ahínco.

Apoyé el vaso de agua en mi boca para humedecerme los labios. Transpiré un tenue temblor. Sus pasos resonaron hacia la izquierda. Mis ojos, desesperados, se afanaban sobre el papel a la caza de olores, polvo, encaje, cabello. ¡Hubiese arrancado la página respirando crimen! Mary Godwin acaba de levantarse del sillón tras una siesta dormida en el empinado libro, desenredándose de manzanas leopardo y setas en llamas para consumar un precoz matrimonio en el más absoluto de los silencios fantasmagóricos. 

Temi que, de sacar la vista del anotador buscando el bálsamo de su figura, la misma se difuminase. Apreté con más fuerza el Moleskine en un desesperado intento de convertirlo en el manuscrito de La Reina Mab. El deseo de que la quietud previa a la aparición de la primogénita de William Godwin se continuase inmutable por el resto de los tiempos, dejó paso al irrefrenable afán de huir con ella. El ansia era tal que la huida, de tan necesaria, se hizo reincidente. Oré velozmente por convertirme en un ciprés que se alzase por encima de todos los tiempos, supliqué a los sueños que me fuesen otorgados Francia y un canal que cruzar para escapar hacia ella.

Sentí el regreso de sus pasos danzando a mis espaldas; apuré un amén y despegué los ojos del Moleskine: cargaba un erotismo indeclinable. La miré y me devolvió el gesto. Agarró de la mesa una botella de vino medio vacía (o medio llena). Con su mano libre inventó un cigarro a medio fumar y se encendió con la incandescente ambigüedad de la noche indefinible. Me saludó con un mohín y, sin saber cómo, le hablé: «Will I see you again?» Sus labios me observaron desde la penumbra y un sensual movimiento de hombros embebió mis oídos con un licor Shakespeariano, rancio y dulce: «Qui le sait?»

El golpe de la puerta de un coche cerrándose precedió al sonido del motor, que se puso en marcha. El ruido de unas ruedas andando sobre la grava antecedió a la quemazón de unas llantas que, rechinando, aceleraron a fondo sobre el asfalto. La quietud, insaciable, volvió a devorárselo todo.

Descansé el Moleskine sobre la mesa y agarré el vaso de agua: lo incliné con delicadeza como si fuese un jarrito de leche y vertí un secreto sobre las páginas moribundas.»

Se apaga la luz que iluminaba a Irina. (9) Germán sigue sentado a la mesa, observando la llama de la vela, única luz de la sala. Por detrás emerge de la oscuridad una mujer de nombre Marcela. Se para al lado de Germán. Se miran con ternura. Germán le hace un lugar en la silla, que ahora comparten. Marcela saca un libro del bolsillo del tapado negro que lleva puesto. Lo abre y apoya sobre la mesa, junto a la vela. Leen, por turnos:

Germán:

«Antes de que yo naciera
Antes de mí estaba la herencia
Antes de que yo fuera vida
Antes de que fuera – aparecían búhos y partían trenes»

Marcela:

«La Muerte no es una fotografía
Ni una marca ardiente en los ojos
Todo lo que veo es Muerte
Nada de la famosa cosechadora con su hoz y su reloj de arena
No arañes calaveras ni tibias cruzadas
Ni tampoco la mariposa toro»

Ella cierra el libro, que queda apoyado sobre la mesa. Él dice:

«No llames a la muerte por un nombre inferior
Muertos a los que he conocido, así lo hicieron»

Y ella lo continúa:

«Un refugio empecinado es un triste error»

A lo que él responde:

«Los búhos ululan y el pitido del tren se desinfla
Ruego por el aliento que me mantiene vivo»

Ella replica, en un trance y con la mirada perdida en la llama de la vela:

«Brea vomito y brea espero»

Sale súbitamente del trance y vuelve su mirada hacia él, con las manos apoyadas sobre el libro cerrado. Dice, con dulzura:

«Un tren que ha partido es un tren por llegar»

Ahora él coloca sus manos sobre las de ella, siempre apoyadas sobre el libro cerrado, y le dice:

«El amargo viaje toca a su fin
Tómame Muerte bajo tu protección
Espero en la terminal
Exultante por respirar tu aire de avalancha»

Y continúa, ahora con su mirada perdida en la llama de la vela:

«El acolchonamiento de mi cuerpo se ha rajado
Alzo mis pies y el encargado barre lo que alguna vez fue mi carne»

Ella, que tiene sus manos -que él toma por encima- apoyadas sobre el libro, las da vuelta para agarrar las de él, de las palmas. Se miran profundamente, en silencio. 32 segundos de silencio transcurridos los cuales ella dice:

«Cuando cierres los ojos el negro que verás será aún más negro
Y cuando duermas el sueño que duermes no será por tu voluntad
Y cuando sueñes soñarás con niños que agitan los brazos en despedida»

Ella apaga la vela con una mano al mismo tiempo en que besa los labios de él.

Total oscuridad.

Tras 32 segundos, se encienden las luces de la sala. No se debe aplaudir, ni gritar. De sentirse, solo se ofrecen abrazos, lágrimas, sonrisas, risas, llanto. Así, todos los concurrentes se encuentran.

 

 

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