SEIS NOTAS PRELIMINARES A UN PERONCITO

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Hace un tiempo, transcribí en esta página web la primera obra teatral que escribí. Realicé el trabajo una vez por semana, en seis sentadas. Cada uno de esos días, antes de copiar el texto, escribí con el cuerpo y en tiempo real una introducción o nota preliminar a cada uno de esos seis «episodios». Siendo hoy 17 de Octubre y llamándose la obra «Un Peroncito (Crónica de Un Sólo Niño)», es buena excusa la fecha para agrupar las seis notas preliminares en una única entrada (esta), y toda la obra de teatro de corrido en otra (la que figura a continuación). Quién sabe: por ahí aparece un lector nuevo. O uno viejo releyendo, que sería más o menos la misma cosa.

 

 

NOTA PRELIMINAR AL EPISODIO CERO

 

Cuatro campanadas, mustias de distancia, erigen un aire de siesta. Por la ventana, una bruma salitrosa lo empaña todo de ausencia. Las olas explotan contra el planeta erosionado de los acantilados. Sobre el vidrio de mi mirador, el caracol de jardín se estacionó en una incógnita: ¿vivo o muerto? Adentro hay olor a nuevo y entre los objetos impera el orden. Fuera, el pasto se despeina entre malas hierbas. Ninguna máquina bramará la barbarie del emparejamiento. No aquí, en el jardín que me invento. La cafetera calló su mecánica melódica y el aroma a grano molido difuminó: es apenas un recuerdo vaporoso. El líquido habrá teñido mis entrañas sin que yo pueda testificar. Barrió asuntos viejos mientras se deshilachaba hacia la tibieza, más y más a cada instante y hasta la desaparición. La taza pálida y fría, llora hacia afuera una lágrima de borra. Una barricada de migas de avena son rastro del paso de tres galletas redondas y rugosas: mis dedos amontonaron los vestigios bien cerca de un vaso que transpira agua de heladera.

Indagación sensorial, de ahí partíamos. Así nos lo había indicado Marcelo. Lo había dicho, tal vez, en la primera de todas las reuniones. Nos había enseñado a visualizar un espacio y anotar hasta la minucia todo lo que allí veíamos, oíamos, palpábamos, olíamos… Solíamos llenar carillas con esos reportes sensoriales. En algún momento, la acción acontecería. Y nosotros estaríamos allí, dispuestos a testimoniar.

Las tardes que iba a lo de Marcelo para trabajar con el grupo de escritura dramática eran un deleite. Extraña felicidad. Una impuntualidad en reversa me hacía llegar antes del horario estipulado, invariablemente. Más tarde, jamás. Aguardaba entonces en la puerta de calle, atento al paso de los transeúntes: debía preguntar la hora (no llevaba reloj ni teléfono móvil que me la divulgasen) para así saber en qué momento sería prudente tocar el timbre. El tablero del portero eléctrico era muy parecido al del edificio donde viví la infancia con mis padres, en el barrio de Coghlan. Se trataba de edificios de construcción contemporánea.

Tras tocar el timbre, finalmente, Marcelo bajaba a mi encuentro. A veces el abrazo se precipitaba antes de que el maestro tuviese espacio físico-temporal para cerrar la puerta de calle: trabada la misma con una de sus piernas mientras practicábamos la bienvenida en una torsión de cariño. En otras ocasiones, una vez cerrado el portal, los cuerpos se apretaban más o menos paralelos.

El viaje en ascensor (pequeño habitáculo con paredes de chapa y puertas metálicas: la interior era de esas que tienen unos rombos que se estrujan sobre sí mismos, escondiéndose entre barras verticales que se amuchan; las exteriores -una en cada piso-, hechas de esas bandas verticales de latón que se contraen y expanden cual fueye) transcurría en alguna broma que oficiaba de respuesta a la pregunta de cómo estaba. Una vez dentro del departamento, las cinco personas que solíamos integrar el grupo nos íbamos sentando a la mesa redonda del living. Desde la cocina venía el rumor de la hornalla encendida: Marcelo calentaba agua para mate y té. Todo detalle emanaba un calor entrañable.

Fue en el marco de ese ejercicio grupal que se escribió Un Peroncito. A cada reunión llevaba -estrictamente- una nueva escena escrita durante la semana, en una sentada y de un único tirón: todo transcurría en cuestión de minutos. Rara vez podía expresarse ese tiempo con la medida “hora”. De eso trataba la tarea: escribir algo nuevo cada semana, una continuación de lo hecho para la reunión primera. Y así.

Todos nos enviábamos por correo electrónico lo que habíamos escrito. Cada uno leía en su casa lo de los demás y llevábamos a la clase el trabajo de todos, impreso en hojas A4; una vez allí, nos compartíamos bajo la sabia mirada de Marcelo, una y otra vez, guiados por su voz de alas.

17 escenas escritas en 17 sentadas semanales y consecutivas. Nada hube descartado. Me aterraba comenzar, me aterraba continuar, me aterraba detenerme: fue una disciplina de docilidad fraguada. Recién mudado a mi casa de Munro, una infrecuente placidez me conducía al trabajo, que en verdad era puro juego de placer. Escribía lo que había que escribir para el grupo de Marcelo y leía atentamente lo que escribían los compañeros. Todo mechado con los monólogos y/o escenas que debía preparar para el grupo de actuación de Irina. La casa de Munro, así, era un hermoso espacio de libertad donde la soledad se me llenaba de voces amigas: las de compañeros, compañeras, maestro y maestra. Por las madrugadas, podía oír yo a una muchedumbre que me asilaba. Tal vez se trató apenas de amor, que transcurría en la interacción de los cuerpos sin importar la coyuntura de nuestros nombres.

Propongo aquí, puntualmente y tras tantos años de ausencias y abandonos, regresar a cada una de las escenas de Un Peroncito. Lo haré tal cual fue hecho: de a una sentada semanal. Milagrosamente, guardé una copia impresa del viejo escrito, que tipearé aquí cada vez. En ciertas ocasiones, como en esta primera entrega, transcribiré solamente una escena. Otras veces serán dos o tres. Quién sabe. Así no se hace tan largo. Además, ensayaré una nota preliminar (como esta que ahora leen) a cada una de las entregas. O episodios, como dimos en llamarlas. Porque revisitaremos ese tiempo amable entre todos.

Ya ven: se hizo la hora de tocar el timbre. Me lo acaba de confesar el caracol en un movimiento casi imperceptible que fue delatado por un brevísimo trazo de alantoína.

 

NOTA PRELIMINAR AL EPISODIO UNO

 

Su abrazo se iluminó en la penumbra, nos recortó del mundo como si fuésemos una feliz confluencia. Pensé que no llegaría nunca. Buenos Aires rebalsaba de lluvia. Cruzarla de norte a sur en coche, desde los suburbios de Munro, de por sí demandaba empeño, aún en día de sol. Pero cuando la lluvia es torrencial y el agua se desmorona contra el planeta durante horas y horas, las calles de mi ciudad natal se transforman en acequias, canales, ríos torrentosos. Pero yo quería llegar. Mi semana se marcaba a fuego por los días en los que iba de Marcelo y -en este caso de tormenta- de Irina. De ausentarme, la pérdida sería incalculable. En ningún instante se me cruzó por la cabeza no salir de casa por mera prudencia meteorológica. Tampoco me importaba si, eventualmente, resultaba el único asistente a la clase de esa tarde: todavía la fortuna no había llegado a su cima.

Desde el prematuro crepúsculo en la sala, sus brazos se extendieron de felicidad al verme entrar por la puerta, empapado. “¡Yo sabía, yo sabía!”, gritaba una Irina niña. “Sabía que no podías fallar, lo sabía”, y el abrazo se hacía más y más: inmenso; nos ponía en esa otra parte a la que ni el más ilusionado de los ilusionados sospecha arribará algún día.

Esa tarde supe muchas cosas, en el cuerpo. Esa herramienta con la cual Marcelo nos pedía que escribiésemos. Porque escribir, había que escribir con el cuerpo. La hora de la razón sería otra, postrera. Y así, con mi cuerpo pegado al de Irina, esa tarde gris marcó a fuego lo que vendría, en medio de un aguacero de dimensión Homérica.

Hube de improvisar mil contramarchas en un coche que había aprendido a manejar no hacía tanto. Porque sí: a todo llego “tarde”, para retirarme a tiempo. Lo importante no es llegar antes sino irse en el momento adecuado. La intuición me hizo trazar curva y contra-curva, mil veces; y una más. Como si Ariadna me hubiese otorgado su ovillo con el fin de que, una vez muerto el Minotauro, huyésemos en un abrazo dionisiaco.

 

NOTA PRELIMINAR AL EPISODIO DOS

 

Hace unos pocos días, las primeras nieves comenzaron a blanquear esas cimas que alcanzo a ver desde mi ventana. El frío, en el cuerpo, pudo ser sentido recién dos días más tarde. Ayer fue un día definitivamente destemplado, ni hablar de la noche. Llovió mucho y el agua bajaba de las montañas en forma de bruma. Las moles de roca y todo lo que sobre ellas nace se dibujaba y desdibujaba alternativamente. Hoy hay un sol que, aún tímido, se esconde apenas de a ratitos. En este mismo momento desnuda a las montañas en sus pliegues. Verde y sombra.

No sé bien si eso que veo por la ventana es lo que llaman Picos de Europa. Me rehuso a salir de la incerteza recurriendo a Google. Aquello que ven mis ojos puede permanecer sin un nombre dado. Es más, no saber bien este tipo de asuntos me resulta esencial. Me aleja un poquito de la muerte. Me demora. Prefiero buscar certeza en las emociones. Hoy por hoy, si querés recibir correo necesitás comprar algo. A eso hemos llegado.

Arremete un pensamiento verde: es el mate harto lavado que, promediando las reuniones en la casa de Marcelo, nos hermanaba. Todos nos tomábamos unos cuantos mates ya horribles como rito de consanguinidad, sin chistar. Piedra desnuda, en verde, de sombra, variación de marrones. Puedo ver el mate desde mi ventana. Los rayos suaves se preparan para ir a la cama en una caricia. Ernesto, Paulita, Maya, Vero, Marcelo. Nieva afecto en las ajadas cimas de mi corazón.

 

NOTA PRELIMINAR AL EPISODIO TRES

 

Tengo un par de zapatillas marrones, marca Puma. Son las que uso siempre. Me las saco sin desatar los cordones. Me las calzo de igual modo. Es un ejercicio que se me hizo hábito a partir de mis siempre crecientes limitaciones físicas. Así como aprendí a ponerme las medias como me las pongo, di también con mi propio modo de sacarme y ponerme las zapatillas. El modo más confortable.

Las gasto en los talones de manera asimétrica. Eventualmente florece un agujero del lado de afuera de cada pie. Hablo de las Puma marrones, que acaban de llegar a ese estadio. Di cuenta de ello hace un par de semanas, un día de lluvia en Barcelona. Previo a la mojadura, percibí un sutil tufillo a descomposición subiendo por mi cuerpo desde alguna parte del mundo. La humedad atravesó la suela por el hasta entonces inadvertido orificio, llegó a la media y -desde allí- al mismísimo pie izquierdo. Había sido una jornada de las más viejas que yo recuerdo: las de recorrida por hospitales. Turnos, esperas, estudios, sesudos dioses de delantal. Nada ha cambiado fuera de mí, alucinado siempre viví. La salud se asemeja mucho a la muerte: es una ilusión que pareciera no llegar nunca.

Tengo otros calzados, pero las zapas marrones están siempre ahí, al costado de la puerta. Y las uso. Me las saco al entrar a casa, para calzarme unas pantuflas. Y me las pongo con frecuencia decreciente, toda vez que salgo a hacer algo inescapable que, un buen día, abandonaré. Ahí y entonces, también voy a nacer; de acuerdo a mi destino.

NOTA PRELIMINAR AL EPISODIO CUATRO

 

Voces adultas que vienen del pasado, esa habitación contigua: “tendrá que irse a vivir a un lugar con playa, al lado del mar, donde haga buen tiempo todo el año”. Así me llegaba información sobre mis destinos posibles allá cuando niño. Todo fuera por librarse de una psoriasis que había tomado la centralidad de mi infancia. Por entonces, no manejaba el concepto de tiempo como ordenamiento lineal de los acontecimientos. Casi como ahora. El mensaje recibido era -simplemente- el de un exilio precoz. Y el mar quedaba lejísimo, mucho más allá de Mar del Plata, donde en invierno hacía frío. Tampoco sabía yo entonces de la existencia de Europa; apenas de España, donde hoy paso los días. Esperando.

Salgo de mi ventana de vez en cuando y desciendo el barranco entre hierbas de fuera de temporada. Tomo la breve rambla que desemboca en la playa, esa zona mixta donde los acantilados se interrumpen de erosión marina. Al final, un sendero me devuelve a otro peñasco, mirador salvaje. El agua golpea el planeta rocoso con recelo. De poder seguir hacia el oeste, el intervalo playa/acantilado se continuaría hacia el infinito oceánico. En cambio, me siento sobre una piedra amable, de cara a la voracidad cantábrica. Hay bruma y en la bruma, veo lejos.

Voy en el asiento trasero de un Peugeot 404. Adelante van mis padres. Me siento avergonzado y aliviado al mismo tiempo. Mis vacaciones iniciáticas sin ellos acaban de ser abortadas: la primera noche en casa del hermano de un amigo de mi hermano (un amigo mío un tanto artificial), en Mar del Plata, me había sumido en la desesperación. Fuera de toda razón, me largué a llorar. Como si nunca más fuese a parar, ni a volver a casa. Ni siquiera a la escuela. Lloré sin cesar. Las voces adultas que vienen de las habitaciones contiguas calan hondo en ciertas voluptuosas imaginaciones.

Ahora desando mis pasos, como cada día. Trepo mi ventana, entro a la casa y cierro: pleamar bochinchera. Según el tiempo lineal, pasaron más de cuarenta calendarios desde el párrafo anterior. El vaticinio ha sucedido. Pero así como entonces, no manejo muy bien la idea de ordenamiento lineal de los acontecimientos de la vida. Concretamente, agarro la escoba (una pequeña, de mango corto: todo lo que el dueño de casa dejó en condiciones para la faena de juntar el polvo) y, con la pala en la otra mano, voy barriendo. Arenilla del mar vecino que arrima el viento y arenas que la vida de psoriásico nunca termina de llevarse.

 

NOTA PRELIMINAR AL EPISODIO CINCO

 

¿Cuándo fue que desató la confusión?

¿Cuándo fue que tomamos la curva equivocada?

¿Cuándo fue que se perdió el norte que creímos una vez llevar?

¿Cuándo fue que decidieron no quedarse con nosotros?

¿Cuándo fue que debimos habernos declarado en retirada?

¿Cuándo era tiempo?

¿Cuándo fue que no nos dimos cuenta?

 

¿Cuándo fue que el embrión se hizo larva, la larva crisálida y la crisálida imago?

¿Cuándo fue que la mariposa dio ese letal aletazo al otro lado del globo? 

¿Cuándo se decretó la gangrena con destino final de amputación?

¿Cuándo fue que su piel perdió la tersura de ternura?

¿Cuándo fue que el mundo se declaró irreductible?

¿Cuándo era el tiempo?

¿Cuándo fue, que no nos dimos cuenta?

 

NOTA PRELIMINAR AL EPISODIO SEIS

 

No sabemos de dónde venimos ni hacia dónde vamos, en igual medida. Perfecta simetría de un misterio. De todas formas, soñamos. Aunque no lo advirtamos. Recordémoslo o no. Lo queramos o no, soñamos: vanas todas las resistencias de las que se compone cada una de nuestras aparentes vigilias. Nunca dejamos de jugar al sueño. Porque en él, de caber, debe hallarse la ansiada salida. Oculta a los ojos ciegos bien abiertos. Somos la negación de la cultura a la que sin piedad nos han arrojado. A pesar y razón de barbarie tal, soñamos. Porque ese es el juego ultimísimo. La infancia insumisa.

Un buen día y con la película empezada, descubrimos que -además- nos hubieron abandonado en un saco de huesos. Advertimos que la saca se corroe, quiérase o no. Nos enseñan denigrantes rezos y clausuran las puertas que dan al ritual de lo gutural. Nos educan en torpes encierros, guiándonos por caminos que no conducen a nada. Religión y ciencia. Nos imponen un sentido común expresado en un conjunto de torpes clasificaciones, meras celdas de aislamiento. Hay carceleros de sobra para cada cosa que encripte un potencial de liberación. Y aún así, soñamos. En silencio, inventamos el consuelo. Gea y Urano.

La vida es sueño y el sueño, un pensamiento. Así, vamos forjando una liberación demorada. Tomar lo dado (lo impuesto) y resignificarlo. Trastocar la sustancia de la que están hechos los dados, pues usarlos tal como nos han sido otorgados resulta inconducente. No importa cuántas veces batamos el cubilete, ni cuántos tiros ensayemos: es menester fundir lo dado y emprender el retorno a nuestra naturaleza alquímica. Para jugar. Para soñar con el pasaje que se oculta entre los sueños.

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